Historia clara, contundente, directa, a veces visceral, de calidad para un retrato social, pero que sobrepasa con creces, como se verá, esta pretensión.

El comienzo es un despertar para los personajes pero también para el lector, un acierto, normalmente se enfrenta uno al comienzo de una novela medio dormido, es misión de las primeras páginas ( algunos sostienen que de la primera frase ) introducir de la manera más rápidamente posible al lector en la historia, aquí el inicio es ciertamente brusco, visceral, cortante. El que la primera frase ya esté entre admiraciones viene a llevar al límite este supuesto, la sucesión de tacos y de elementos sensoriales desagradables, nos coloca de inmediato en el lugar, no mediante una puntualización topográfica, sino con una transmisión de sensaciones, con una sinestesia que remite a algo más profundo que la mera intelección del inicio.
La excepción es la situación del albergue, del que se da la situación exacta, indicaciones descriptivas más generales, información seca. Más adelante se justifica esta salvedad.

Después leemos la precisión geográfica, la Avenida de Portugal. La referencia al tráfico nos sitúa sin dificultad en una historia que está al margen, aislada, bruscamente separada de la historia de una ciudad indiferente, que simboliza ese tráfico ruidoso que provocan unos seres completamente ajenos a los protagonistas que se mueven en una realidad paralela al de una sociedad que los ignora.

Junto a la inquietud por la descripción de una suciedad mal oliente y viscosa, hay otra sinestesia fundamental, la que corresponde a la violencia, desde el principio omnipresente, al final determinante para su personaje principal, pero que se manifiesta en escenas vivas, donde predomina el movimiento sobre la descripción abstracta, la acción sobre la explicación, requisito indispensable para la eficaz visualización por parte del lector de la historia. La pelea entre el Picolo, la Sorda, los guardias y policías, es un buen ejemplo de esto, resaltando aquí la percepción del caos. La gratuidad de tanta violencia al principio de la novela nos pone en situación de valorar que las acciones de los personajes a los que vamos a seguir no va a estar regida por la razón precisamente. Esta ausencia de razón, más allá de los cuadros psicopatológicos de cada uno (como la esquizofrenia de Joaquín), también entronca la novela dentro del marco sociocultural moderno que desde el existencialismo nos asegura que no existe la posibilidad de amarrarse a argumentos sólidos que nos resguarden de una violencia que, efectivamente, parece apoderarse del mundo con hambre insaciable.
Por otro lado, y para no ponernos tan tremebundos, en ocasiones muchas expresiones de violencia extrema, tacos y maldiciones incluidos, acaban por derivar en una situación risible, de un humor que se repite sirviendo de necesarias válvulas de escape que una historia tan dura precisa sin duda. El absurdo a veces es un recurso para evitar un alejamiento que una dureza extrema pudiera provocar.

Pronto nos introducimos en la descripción de un Madrid plenamente reconocible, frío y gris, invernal y contaminado, que como marco espacial se identifica con la experiencia, experiencia negativa sin duda, pero como en muchos otros relatos que reflejan ciudades, trasmiten el valor de lo que es propio, de un sentimiento ambiguo de raíces en suelos maltrechos,  en el que el concepto de barrio cobra todo su sentido. Lejos de lo peor que una novela puede proporcionar al respecto, la imagen de una ciudad idílica que se preste a un catálogo de agencia de turismo.

Pero a parte de este marco espacial, quizás uno de los mayores logros sea el otro marco, el temporal. Se va narrando el transcurso del día cerrado, desde el amanecer al atardecer, de una forma suave,  a veces marcando tajantemente las horas, (“a las ocho de la mañana y en el pabellón de Invierno”), otras veces el tiempo trascurre con ligeras indicaciones hilvanadas (el despertar, tras el transcurso de una mañana en vez de decir las tres de la tarde, “la plaza se fue quedando sin gente” para indicar una hora tardía pero también, en tan poco espacio nos acordamos del tiempo y de la soledad)
Es inevitable remitirse a otras obras en el que el día de principio a fin marca la historia, siendo el Ulises de Joyce el caso paradigmático, y aunque  las peripecias de Bloom son ajenas en estilo e intenciones a esta, hay en el fondo como una especie de relación entre ambas, que quizás responda a una común sensación trasmitida al lector de incómodo desasimiento de la realidad, de igual pérdida de tranquilidad de conciencia.

Se revela en la construcción de los personajes un conocimiento de la identidad de cada uno sin un excesivo distanciamiento, pese a la realidad sin duda extraña de los retratados. Un colectivo como los sin-hogar, me temo, se prestan al error de ser expuestos mediante pinzas de taxidermista, alejados del autor lo más posible, especimenes a analizar que dejan de ser seres humanos con los que te puedas identificar. Buena parte de la literatura social cae en este pecado, pese a las buenas intenciones, en el fondo se reniega de esos personajes a los que ni siquiera se concede la humanidad, convirtiéndose únicamente en objetos de lástima o instrumentos ideológicos.
Aquí, sin embargo, todos los personajes, para empezar, tienen historia, un nacimiento, un pasado que indica que su situación actual no los constituye únicamente en sin-hogar, son personas que por determinadas circunstancias llegan a esa situación extrema, pero que no pueden agruparse en un todo indiferenciado, siendo precisamente la historia personal de cada uno lo que les da una identidad plena.
Por otro lado, el conocimiento de quienes son estas personas se revela, además de por la reproducción de su lenguaje, por la descripción de su aspecto, por pequeñas indicaciones que muestran como en un pequeño esbozo, que la realidad es compartida, que las diferencia entre autor y personajes no se basa en una arrogante superioridad, sino en un intento de compresión basado tal vez en una excelente capacidad de observación, necesariamente entrelazada con un evidente entendimiento. Esta palabra es ajena por completo a la conmiseración, que derivaría con facilidad, en sentimentalismo, riesgo que afortunadamente la obra rehuye  con un acierto tal que se acerca a la maestría.
Un ejemplo de este grado de conocimiento es, al principio, cuando en la presentación de Antonio apunta que la gente de la calle no diferencia ni frío ni calor, y por eso llevan siempre abrigo, haciendo de este hecho no un motivo de locura, sino una consecuencia lógica de una percepción angustiosa del frío.

También colabora a esta huída del sentimentalismo el hecho de presentar a personajes moralmente ambiguos, o rematadamente perversos, sin juicio previo. Se declaran racistas o violentos, no se justifican ni se condenan sus posturas, son así y punto, evitando tanto concederles la bondad como la maldad, juicio sumarísimo que constituiría grave error, porque, por ejemplo, tanto un juicio como otro bien podrían justificar políticas sociales amparadas en sentimientos. Tendencia evitable a toda costa, pero que no es cosa de filantropías decimonónicas, sino que hoy se corre este riesgo, disfrazado alguna vez de “políticas influenciadas por la opinión pública”. Está el ejemplo del “ministro”, personaje nefasto sin duda, pero que es presentado con la misma precisión de sentimientos que el resto de protagonistas. Hubiera sido más fácil crear de él un monstruo y apalearlo, pero se deja que sea como es. Lo mismo se puede decir de otros personajes, hay racismo y violencia, no son santos, ni siquiera Cristina es una víctima perfecta. Es un requisito que la verosimilitud exige.

Destacar el continuo uso del lenguaje callejero, sin filtros, plagado de tacos, que confieren a los personajes autenticidad. Esto pudiera parecer un negocio fácil, pero viendo ejemplos parecidos de intentar reproducir arcaísmos, dialectos, lunfardos y jergas, se puede comprobar que muchos intentos fracasan por tratarse de lenguajes demasiado ajenos al del narrador. Estos siempre parecen como traducidos, en este caso, en cambio, la naturalidad se mantiene. Además estas partes están perfectamente hiladas con la voz del narrador que emplea un lenguaje neutro sin que el salto provoque mareos. El resto de aciertos a la hora de crear este lenguaje no deja de ser uno de los puntos más fuertes de la novela, aun más destacable precisamente porque muchos acaban fastidiando su escritura en este intento. Aquí el éxito es asombroso.
Igualmente bien hilvanado con estas voces están las letras de las canciones que enuncian cada capítulo, aportando efectivamente un lirismo (nunca mejor dicho) necesario, una función musical y poética que realza la humanidad de la historia, a la par de que nos permite repasar algunos de los mejores ejemplos de una historia de la música española.

Como se suele decir, el escenario principal es un personaje más de la novela, en este caso el albergue, descrito con profusión de datos arquitectónicos. Cansan esas descripciones de lugar profusas en el que hay escritores que parece que intentan lucirse especialmente con su capacidad de observación, pero que no sirven para el desarrollo narrativo. Las descripciones que aquí se ofrecen (rectangular, salas, dos niveles, capacidad para alojar a 125 personas), sin embargo, se pueden justificar porque contrastan de una manera exagerada, con la vida de estos personajes. Rectas, niveles, planos del albergue frente a lo inabarcable, sinuoso y liquido de unas vidas cuya idiosincrasia es precisamente su incapacidad para ajustarse al “recto” modo de vida que socialmente aceptamos como “normalizado”. En el capítulo XII se dice con justeza que en el albergue el tiempo no es un valor objetivo, que allí no trascurre de igual manera. No hay manera más certera de expresar la barrera que supone aquel lugar para una realidad que sea asimilable por la sociedad ajena a este mundo aparte.

La novela en general tiene un ritmo perfecto, bien marcados por el transcurso de los capítulos y la buena hilvanación de la voz del narrador con las partes de lenguaje directo. Se puede decir que hay dentro de todo texto varios recursos del ritmo (tiempo verbal, aliteraciones, puntuación) encontrar el contrapunto perfecto, pienso, por otro lado, nunca obstaculiza el libre fluir de la imaginación y de la historia.

Los personajes que no son sin-hogar, trabajadores sociales, auxiliares, directores, etc, tienen en común ser objeto de una crítica aguda, marcada por la incapacidad, la desidia o la desesperación con que afrontan una situación que se les escapa por entre los dedos sin que se atisbe una solución desde un plano institucional o político, pero, en este caso también, se les concede la humanidad. Al principio a Fernando, por ejemplo, vemos como lleva su frustración a casa. Sería más fácil demonizar a estos personajes absolutamente, alguno se presta especialmente a ello, pero se mantiene la norma que antes se comentó de no juzgar pero exponer la realidad como es. Es a partir de esta exigencia desde donde el trabajo social puede construir sus respuestas, este libro puede servir para motivar sentimientos y acciones que den nuevas maneras de emprender la intervención.

En cuanto al personaje principal, Cristina, he de reconocer que tanto su construcción, como su forma de hablar, su intento de mantener una actitud digna, su amabilidad, su fragilidad, su pasado terrible, así como la sugetiva descripción tanto de su aspecto (“el rostro partido por la mitad”) como de sus movimientos, de su dolor y su tragedia, bien merecen conceder que son magistrales, permitiendo ver a un personaje extraordinario, más allá de la bondad o la maldad. Y esto se consigue con pinceladas certeras, que parecen pasar desapercibidas, el resto de los personajes comparte esta técnica. En un momento dado, por ejemplo, se dice que a Cris le gustaban las canciones tristes. Su tristeza toma un carácter universal, entendible por todos, experimentada por muchos. Es solo una pequeña indicación, no se ha necesitada ninguna frase intrincada, parece fácil, pero en pequeños detalles como este se identifica al genio, a la diferencia entre lo vulgar y lo auténtico.
Pretendía evitar al comenzar esta reseña excesivos juicios de valor, pero es que aquí no puedo evitarlos, me parece de una dificultad extrema lograr todo esto. Me conmovió este personaje, siendo alguien absolutamente ajeno a mi, pude identificarme con él. Igualmente me es ajeno el pasado de Cristina en el flash-back del Madrid de Rockola, de noches desenfrenadas y heroína, pero en el genial retrato de esa época mitificada se puede decir también que me ha permitido tener la extraña sensación de conocerlo. Aquí no hubiera estado de más una mayor extensión para reconocerse en este escenario mítico, quizás sería mejor invitar a realizar una novela completa nueva basada en este tema. Otra de las cosas que intentaba evitar al realizar esta reseña es acudir a explicaciones metafísicas o demasiado líricas (“malos tiempos para la lírica”) y recurrir más a cuestiones técnicas, pero es un hecho raro, pasando ya a una hermenéutica muy sui generis de los textos literarios, este hecho inexplicado y agradabilísimo de encontrarte en un libro un personaje vivo, resistente a la desmemoria, y que emociona. La protagonista es uno de estos personajes, y se podrán olvidar las historias, las peripecias o las conclusiones filosóficas de las lecturas, pero a estas gentes salidas de una inexistencia difícil de aceptar, no se olvidan.
 “Vivir consiste en construir futuros recuerdos” resume bien esto que digo. Como esta, la novela rescata más perlas literarias y musicales ajenas, este recurso en general solo tienen una limitación, y es su precisión para ajustarse a lo narrado, en este caso, la precisión existe. Yo lo apruebo en general, la confianza en otras voces indica en el fondo una solidaridad íntima con otros autores que respetamos, y no hay mejor homenaje que introducir en nuestras obras las palabras de otro. (Ya sea gente tan variopinta como Sábato y Lou Reed)



La novela empieza y acaba con la misma frase. El viaje circular es un viaje sin salida, sin destino, carente de sentido. Se supone que todo esto que falta son condiciones de  vida, el titulo de la obra es “Ahora que estamos muertos”. La moraleja la tendrán que buscar otros, porque creo realmente que la calidad última de esta obra sobrepasa un mero análisis sociológico o político. Entronca directamente con lo más profundo de unas conciencias que, si para algo sirve, es para exigir un cuestionamiento de lo que nuestras pobres vidas implican, abre un abanico para la reflexión, desde los sentimientos, desde lo hondo, desde lo que realmente importa.